No cabe duda de que las vacunas constituyen un elemento clave de reflexión y debate en el campo de la salud. En los últimos meses, ese debate se ha intensificado debido a una serie de noticias que han acaparado portadas en los grandes medios escritos y atención preferente en la radio y la televisión. Nos referimos al caso de difería en Olot, los numerosos casos de afectados por las nuevas vacunas VPH y, más recientemente, los bebés fallecidos de tosferina.
La impresión que se saca leyendo o escuchando estas noticias es que hay dos grupos enfrentados: uno absolutamente mayoritario que defiende las vacunas, con la práctica totalidad de los científicos, médicos y responsables políticos a la cabeza seguidos de los ciudadanos de a pie, los cuales, aunque no sabrían explicar exactamente por qué, simplemente aceptan lo que repiten una y otra vez las voces autorizadas en las que confían totalmente.
Y por otra parte, otro grupo, minoritario que denominan en todos los medios de comunicación “antivacunas”, y que estaría integrado por un puñado de familias que no vacunan a sus hijos por motivos “religiosos” o “filosóficos”, junto a un reducido número de médicos y organizaciones que advierten de los peligros de determinadas vacunas o critican las campañas de vacunaciones masivas y los posibles beneficios económicos que pueda haber tras la comercialización de vacunas insuficientemente testadas.
La idea que se traslada a los ciudadanos es que existe una mayoría con razones científicas para vacunar, y una minoría de gente “rara” o directamente fanática que se niega a vacunar a sus hijos. Paradójicamente, se tilda de antivacunas a personas que exigen vacunas seguras y eficaces —y por lo tanto no tienen nada de antivacunas, sino todo lo contrario— y sin embargo nadie menciona al único colectivo que debería con toda propiedad responder al calificativo de antivacunas; es decir, a quienes nos mostramos contrarios a todas las vacunas —no a esta o aquella, sino a todas— porque cuestionamos el concepto de salud y enfermedad en el que se basan, es decir, en la denominada Teoría Microbiana de la Enfermedad, propuesta hace un siglo por Pasteur, Koch y otros, y que básicamente culpa a bacterias y virus de gran cantidad de enfermedades. Los motivos de esta aparente paradoja saltan a la vista: por una parte, los provacunas no quieren dar visibilidad a nuestros argumentos puesto que cuestionan mucho más que las vacunas: de hecho, cuestionan la base teórica en la que se apoya la medicina industrial moderna y que logró imponerse por motivos que nada tienen que ver con la ciencia o la medicina, gracias a su alianza con la poderosa industria farmacéutica.
Por otra parte, los planteamientos de quienes critican determinadas vacunas, aspectos económicos o detalles de los calendarios de vacunación, no suponen un problema para los provacunas ya que en el fondo saben que esas personas o colectivos no están en contra de las vacunas, como de hecho se apresuran a aclarar todos ellos cuando aparecen públicamente.
De modo que los debates, si es que se producen, acaban sirviendo para reforzar la posición mayoritaria favorable a la vacunación, repitiéndose machaconamente que la evidencia científica demuestra la eficacia y seguridad de las vacunaciones y que eso está a la vista y es indiscutible, y que los escasos riesgos carecen de importancia frente a los enormes beneficios para millones de niños.
Lo que nos lleva al gran protagonista de este “debate”: el miedo.
EL MIEDO
Si algo tienen en común la mayoría de los que vacunan y la mayoría de los que no vacunan es precisamente el miedo: unos tienen miedo a las terribles enfermedades contagiosas que pueden provocar la muerte, y otros tienen miedo a los efectos secundarios.
Una reciente campaña de la ONG Médicos Sin Fronteras resume perfectamente lo que acabamos de explicar. Los carteles dicen en letras bien visibles: “Hay algo que da más miedo que las vacunas… No tenerlas”. Y un poco más abajo: “Más de 4.000 niños mueren cada día por enfermedades prevenibles con una vacuna”.
Por su parte, los críticos insisten en los problemas de salud e incluso las muertes que han provocado ciertas vacunas. De modo que tanto los que confían en unos como los que lo hacen en otros actúan impulsados por el miedo y sin cuestionarse en lo más mínimo la base científico-médica en la que se apoyan las vacunas: la mencionada Teoría Microbiana.
Y lo cierto es que, por mucho que pueda sorprender e incluso indignar a algunos, esa teoría puede considerarse obsoleta, errónea e incluso fraudulenta, y ello por dos razones fundamentales: una es que quienes la propusieron no aportaron elementos científicos o médicos para sostenerla, justificarla o demostrarla. Existen evidencias de que Pasteur “arregló” sus experimentos para que encajaran con lo que pretendía demostrar. En cuanto a Koch, se sabe desde el principio que ninguna enfermedad cumplía los famosos postulados que diseñó para relacionarlas con bacterias culpables.
Y por otra parte, los descubrimientos llevados a cabo en el terreno de la biología, algunos recientes y otros más antiguos pero que fueron silenciados, y que ofrecen una concepción de la vida, y por lo tanto de la salud, que se opone frontalmente a esa teoría hasta el punto de que uno de nuestros más prestigiosos ecólogos, el profesor Máximo Sandín, afirma que “la guerra contra las bacterias y virus es una guerra autodestructiva” debido a que los microbios, no solo no son nuestros enemigos y cumplen funciones vitales de enorme importancia, sino que fueron la clave del origen de la vida y de su evolución hace miles de millones de años.
¿QUÉ PODEMOS HACER?
Nos permitimos algunas sugerencias:
-No tomar decisiones impulsados por el miedo, ni para vacunar ni para no hacerlo.
-Las decisiones necesitan información pero la información supone otorgar confianza a quien te la da. En los temas de salud es vital tener presente que la industria farmacéutica y biotecnológica —que es también la que fabrica las vacunas— financia las investigaciones, controla las publicaciones científicas, condiciona la formación de los científicos y los médicos, y mantiene lazos significativos con instituciones políticas, sociedades profesionales y medios de comunicación.
-Las vacunas no son algo aislado, sino que están ligadas a otros muchos hábitos y decisiones relacionadas con la salud y la crianza. No basta pues con disponer de información decisión debería tomarse como parte de una concepción de la salud que implica toda nuestra vida: ¿creemos que las enfermedades vienen del exterior y que tenemos que combatirlas exterminando a esos culpables casi invisibles y dejando intactas unas condiciones de vida totalmente desequilibradas en nuestro trabajo, en la alimentación, en el cuidado de nuestro entorno, en la crianza y educación de nuestros hijos?
JESÚS GARCÍA BLANCA. Educador e investigador independiente, coautor —junto al Dr. Enrique Costa— del libro “Vacunas: una reflexión crítica” (Ediciones i, 2015). saludypoder.blogspot.com
Artículo publicado en la Revista Vivo Sano nº9