Estoy seguro que quien esté leyendo este artículo está firmemente convencido de que la mejor forma de evitar las caries es el prolongado y meticuloso cepillado de sus dientes al acabar de comer. Incluso es probable que usted sea un estoico usuario de la torturante práctica del hilo dental y hasta de los enjuagues con colutorios antisépticos de extravagantes colores.
Pero bien sabe que, a pesar de todos sus esfuerzos, seguramente su dentista descubrirá nuevas caries en su próxima visita anual. Y seguramente hay miles o millones de personas como usted; ya que de no ser así no tendría sentido que en los lavabos de muchos restaurantes uno no se sorprenda ante unos pulcros artefactos que por un euro le dispensan un cepillo de dientes esterilizado y descartable para que evite cometer el imperdonable pecado de escapar a su higiénica rutina.
Y entonces se preguntará por qué razón tiene caries si cumple a rajatabla los preceptos dictados por la más moderna odontología, desde los sabios consejos otrora impartidos por sus progenitores ¡Si hasta ha cambiado de modelo de cepillo y marca de dentífrico cada vez que ha sido convencido por el sonriente odontólogo de la tele que le sugiere-ordena lo que debería hacer para lucir unos dientes más blancos que su inmaculada bata!
También lo habrá comprobado en su barrio o en su ciudad: cada vez hay más dentistas, más clínicas dentales, y en el supermercado se encuentran más sofisticados dentífricos, más cepillos de diseño, eléctricos, rotativos, de chorro… y más caries.
Tal vez le alivie saber que quienes escribieron este artículo y el libro Dientes Sanos, Vida Sana también han sido víctimas de la creencia institucionalizada de que para conservar una impoluta dentadura basta con combatir la placa dental.
El vigente paradigma construido sobre la teoría de que nuestros dientes no tienen defensa alguna frente al acoso de las voraces bacterias bucales es erróneo. La teoría de la placa dental está obsoleta y ha demostrado a lo largo de sus 125 años de vigencia que no sirve para nada. Excepto para enriquecer a los dentistas y a los laboratorios creadores de toda la parafernalia químico- estética que ocupa varios metros de estanterías en supermercados y farmacias.
Hace ya 80 años, un grupo de profesionales auténticos y honestos, se planteó que algo no funcionaba en su práctica odontológica diaria y que era hora de investigar qué estaba pasando. A principios del siglo veinte, el Dr. W. Price y un numeroso pelotón de dentistas abandonaron sus consultas y descubrieron que centenares de pueblos y culturas del planeta gozaban de una excelente dentadura siendo totalmente ignorantes de la existencia del cepillo de dientes y absolutamente desconocedores de la palabra dentista.
Y es que no podía ser de otra manera, ya que, como el resto de tejidos que conforman nuestro organismo, nuestros dientes están vivos y poseen los mismos mecanismos de defensa contra los patógenos que cualquier otro órgano. Es más, al igual que el resto del cuerpo, la función vital de los dientes está regulada por hormonas. Hormonas que como la gran mayoría de ellas, dependen del centro regulador del hipotálamo ¡Y esto se sabe desde hace más de 40 años! Fueron dos destacados endocrinólogos americanos, los doctores Leonora y Steinman, quienes descubrieron que las hormonas parotídeas regulan el flujo dentinal, una especie de saliva que circula por el interior de los dientes y que además de remineralizarlos les protege de un potencial ataque bacteriano.
El azúcar no es el enemigo de nuestra dentadura porque alimente a las bacterias, tal como lo plantea la obsoleta teoría de la placa dental, sino porque el exceso de glucosa en la sangre inhibe la secreción de la hormona parotidea. Y, por supuesto, sin la estimulación de esta hormona, el flujo dentinal mineralizador se detiene… y el diente enferma.
Pero no solo es culpa del azúcar, sino del conjunto de una dieta excesiva en carbohidratos industriales que nuestro metabolismo transforma rápidamente en glucosa. ¡Qué casualidad! La dieta occidental moderna culpable de las epidemias de obesidad y diabetes, es también la culpable de nuestras caries.
Y así rematamos el puzzle: los pueblos primitivos que no tenían caries, tampoco disfrutaban de nuestra dieta de panes, pizzas, pastas, galletas y dulces y más dulces. Como Stanley y Livingstone, los avatares del Dr. Price y del Dr. Leonora se estrechan la mano, se ha cerrado el círculo. Ahora se explica cómo las dietas de las sociedades preindustriales permitían conservar las dentaduras sanas sin necesidad de cepillos ni dentistas y porque cuando los miembros de esas mismas culturas adoptaban la comida occidental llenaban sus dientes de caries.
Pero no toda la culpa recae sobre los excesos de carbohidratos refinados industriales, también las enfermedades periodontales pueden ser resultado de dietas carenciales. Y no hablamos del escorbuto y la falta de vitamina C, sino de dietas escasas en vitaminas D y K, en zinc, en yodo y otros elementos fundamentales.
La saliva es un increíble fluido que incluye varios antibióticos, factores de crecimiento, antiinflamatorios, antioxidantes y minerales relacionados con la remineralización dental, todo ello sintetizado por nuestro propio organismo. En clara oposición a la obsoleta teoría de la placa dental, el complejo microbioma dental posee centenares de especies de bacterias, que más que atacar a nuestros dientes, los protegen y ayudan a mantenerlos sanos.
¿Entonces, qué hacer para evitar las caries, mantener una dentadura sana y librarse del dentista?
Pues lo mismo que se aconseja para llevar una vida sana y evitar todo tipo de enfermedades: una dieta sana basada en alimentos naturales no procesados, no industrializados y no refinados. Lo mismo que comían nuestras abuelas. Mucha verdura, muchas legumbres, carnes y órganos (hígados, tuétanos, etc.) de animales alimentados a pasto, pescados y mariscos ricos en minerales esenciales, y los carbohidratos procedentes de fábricas solo para las fiestas.
De esa manera evitamos los bloqueos en la secreción de las hormonas parotídeas desde el hipotálamo y nos aseguramos de que el flujo dentinal mantenga nuestros dientes vivos y mineralizados capaces por si mismos de defenderse de cualquier ataque bacteriano.
JUAN CARLOS MIRRE, Coautor del libro Dientes sanos, vida sana
Artículo publicado en la Revista Vivo Sano nº14
Toda la actual estructura médico-cosmética se basa en una teoría errónea: la placa dental. Este paradigma se fundamenta en el principio de que nuestros dientes y nuestra saliva no sirven para nada. No tenemos defensa frente a las voraces bacterias, solo los profesionales del taladro son capaces de prolongar por unos pocos años el inevitable final: la pérdida de nuestra dentadura. Sin embargo, hay muchos pueblos y muchas culturas en el mundo cuyos integrantes jamás se han cepillado los dientes, y apenas tienen piezas careadas. Y resulta que cuando se les ha estudiado, se ha encontrado que su excelente salud dental se debe a su dieta natural; es decir, una alimentación que no incluye ni azúcar ni ningún otro alimento procesado industrialmente. Pero lo más grave que la odontología oficial ignora o silencia, es que nuestros dientes están vivos y tienen mecanismos de defensa y regeneración. Son varios los científicos que hace años demostraron que por los túbulos de la dentina circula el fluido dentinal, encargado de mantener nuestros dientes vivos, sanos y mineralizados, a prueba de cualquier bacteria.